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El Palacio Güell de Barcelona reabre sus puertas al público

En la danza cíclica del tiempo sin duda  ha habido épocas en Occidente más timoratas y puritanas que la nuestra. Es cierto, sin embargo, que también las ha habido, y algunas no están tan lejanas, incomparablemente más libres y permisivas en lo que toca a las cuestiones morales, lo que nos hace sentirnos a muchos víctimas de un retroceso difícilmente soportable de buen grado. Mientras éstas últimas suelen coincidir con grandes explosiones de la inteligencia y la creatividad humana, las primeras tienden a hacerlo con momentos donde la estupidez parece erigirse en el paradigma dominante. Naturalmente, ni inteligencia ni creatividad, ni gusto ni estilo desaparecen de la faz de la tierra, simplemente dan la sensación de, lejos de constituirse en un referente capaz de impulsar a la sociedad incluso desde sus ámbitos minoritarios, quedar bajo sospecha y ser relegados a las tinieblas más remotas.

palacio <b>guell</b> barcelona

Uno se va habituando tanto a la estulticia, el despropósito  y la falta de ideas desde el discurso político—que parece estar dominado por aquellos estudiantes grises que ni siquiera alcanzaban el glamour de ser los últimos de la clase—, los medios de comunicación, el trabajo y la cultura de masas, que acaba corriendo el riesgo de olvidar que hay otra forma de pensar, vivir, hacer las cosas y gobernarse. Se escuchan con tanta naturalidad y frecuencia, por ejemplo, los comentarios negativos sobre la vida en el filo de Amy Winehouse, que se olvida que tal vez no es de recibo exigirle a una artista torturada que haga discos que nos desgarren el corazón a base de una dieta libre de nicotina y drogas y rica en verduras, zumos, felicidad conyugal y leche desnatada. Se olvida que para algunos artistas la comunión directa con el dolor es una parte esencial de esa obra suya que consideramos tan extraordinaria. Es como si pretendiéramos que sugieran Billies Holidays que, ajenas al sufrimiento, llevaran una vida feliz  yendo al gimnasio todos los días  para estar en forma y leyendo libros de autoayuda (cómo si hubiera algún libro bueno que no fuera de autoayuda)  que les convencieran de que el mundo es un lugar maravilloso donde todos los problemas son estrictamente imaginarios. O Gaudies completamente normales y funcionales, bien y pulcramente vestidos, capaces de trabajar de nueve a cinco ajenos a profundas e inquietantes conmociones del espíritu.

Pero no es así, naturalmente, y el tormento interior de estas personas es tal vez lo que los convierte en artistas excepcionales. Tal es el caso de Antoni Gaudí, cuya primera obra de envergadura, el Palacio Güell—declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO en 1984—ha reabierto sus puertas al público después de sufrir una restauración integral, lo único que no se ha podido recuperar es el órgano original, que lo ha mantenido cerrado durante los últimos siete años.

Construido entre 1886 y 1890 en el Carrer Nou de la Rambla, cerca del puerto, el edificio destacó desde un principio por su innovadora concepción del espacio y la luz y el uso extremadamente personal e imaginativo de la piedra, el mármol, la madera, el hierro forjado, los metales y el vidrio.

 

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