A algunos nos parece mentira pero hace ya veinte años que la ciudad de Seattle, quién iba a decirlo, conquistó musicalmente el mundo a través de una serie de bandas memorables para cuyo sonido se acuñó un término, el “grunge”, que servía también de manera laxa para designar, o etiquetar, un estilo de vida con el que se identificaba toda esa juventud airada y desarraigada que había sido excluida de las promesas del sueño americano por la política antisocial de la administración estadounidense desde la elección de Ronald Reagan como presidente.
Coincidiendo con la llegada al poder de Bill Clinton en 1992 y el asombroso y colosal éxito comercial de estos grupos—abanderados por Pearl Jam y, sobre todo, Nirvana, el trágico y triste suicidio poco menos que anunciado de cuyo cantante, Kurt Cobain, así como la consiguiente desaparición del grupo tras tan solo a penas cinco discos los convirtió en una de las grandes leyendas del rock de inmediato—el grunge fue aceleradamente asimilado y deglutido por la sociedad capitalista del espectáculo, sin duda una de las razones del suicidio de Cobain, que veía con estupor y pavor lo irreversible del proceso ya iniciado.
El grunge surgió de la marginalidad, la angustia y la rabia recogiendo musicalmente de manera brillantísima la herencia aislada, en el erial de la horterada y el rock de estadio asfixiantemente dominante en los ochenta en lo tocante a éxitos de ventas y difusión mediática, de disidentes americanos como Big Black, Husker Du, Black Flag, R.E.M, Sonic Youth o los Pixies, entre otros, para volver a poner en el mapa el rock de guitarras sucias, actitud desafiante y letras hermosa y sentidamente descarnadas. Pero no tardó en morir de éxito sufriendo una caricaturización significativa de la manera en que la dictadura del mercado y el dinero roba el alma de las cosas genuinas y neutraliza lo alternativo, convirtiéndolo rápidamente en mercancía cosificada. Pese a todo, aquellos años oscuros y dorados dejaron varias obras maestras de la literatura, el cine, la música, el teatro y el arte, una herencia cultural difícilmente desdeñable.
Muchas cosas cruciales han pasado desde entonces (el boom de Internet, nuevas formas de escuchar la música y transmitir la información, viejas guerras con otros disfraces, varios golpes de estado legales, el ataque continuado a las libertades civiles dentro de los países llamados democráticos, la crisis del sistema financiero pagada por todos, especialmente los más desfavorecidos, menos los verdaderos culpables…) pero la música de Seattle sigue estando ahí, sólo que también ha cambiado. Manteniendo un bajo perfil, algunos de sus mejores representantes actuales, sin dejar sus raíces rockeras, se inclinan más a una música que bebe en las fuentes de la riquísima tradición folk americana, fenómeno al que seguramente no es del todo ajena la influencia de la fecunda e híbrida corriente llamada “freak-folk” de los últimos diez años.
Tal es el caso de Fleet Foxes—que tocarán en el Halle E del MuseumsQuartier de Viena (http://www.halleneg.at/) el próximo 15 de noviembre—en cuya hipnótica, formidable y personalísima música escuchamos resonancias de Dylan, Neil Young, los Zombies y los Beach Boys entre otros.
Presentan el estupendo Helplessness Blues, su segundo disco hasta la fecha. Si alquila apartamentos en Viena capital de la música, por esas fechas le costará encontrar un concierto tan recomendable.