Hay ciudades cuya fisonomía sufre un cambio más allá incluso a veces de todo reconocimiento cuando llega el mes de agosto y sus habitantes las abandonan en masa. Surgen entonces imágenes propias de una película de ciencia ficción que anticipara un futuro post-nuclear o el amanecer de un mundo nuevo sobre los restos físicos del antiguo, despoblado repentinamente en un universo paralelo de carácter onírico entre la pesadilla y el prodigio.
Grandes calles y avenidas caracterizadas cotidianamente por el tráfago continuo de personas y vehículos presa de una actividad frenética pasan a pertenecer al paseante casi por completo, un paseante que percibe como nunca antes insospechadas perspectivas y posibilidades. El hecho de quedar semidesiertas parece otorgar un aura particular a las pocas personas que las recorren sin prisa favorecedora de encuentros extraordinarios entre ellas en una suerte de realidad suspendida donde el contorno, la textura y los olores de las cosas, la vida misma, parece cobrar un valor diferente y excepcional, abierto si quiera fugazmente al asombro y el misterio en un tiempo leve y sin peso que parece haberse detenido. Claro que tal vez cuando el tiempo da la sensación de detenerse, se dice en algún lugar de una novela de Haruki Murakami, lo que ocurre simplemente es que se vuelve irregular, como si sufriera una relajación parcial en cuyo marco el orden, la sucesión y la probabilidad de las cosas experimentasen una merma substancial de su valor.
Eso es lo que ocurre en muchas ciudades, en agosto, dejándonos la firme sensación de que el mundo nos pertenece, es nuestro. No es acaso, sin embargo, el caso de Barcelona, donde la masiva afluencia turística, hace imposible el transito fluido por sus calles más conocidas—a diferencia de la Gran Vía de Madrid, por ejemplo, que adquiere un aspecto fantasmal bajo el sol abrasador de agosto en pleno día. No es por tanto el mundo exterior central del que se apropia forzosamente quien se queda en Barcelona cuando la mayor parte de sus habitantes se van, sino otros más periféricos (el de barrios como el Poblesec, entre el Paral-lel y Montjuïc) e interiores (teatros y cines donde no es difícil conseguir entradas). Así, las encantadoras tabernas y bares populares del hermoso Poblesec se pueden disfrutar sin aglomeraciones y es posible comer sin agobios en sitios como el maravilloso restaurante modernista de El Sortidor, en la bonita plaza del mismo nombre, del mismo modo que, cambiando de zona, resulta considerablemente más fácil encontrar mesa en el maravilloso restaurante argentino de estilo bohemio Rekons, en la calle Comte Urgell esquina con Florida Blanca, después tal vez de haber inspeccionado con calma los puestos de libros de viejo y ocasión del Mercado de San Antoni los domingos, en agosto mucho más transitables, y antes de entrar sin hacer cola en los cines de versión original subtitulada Floridablanca.
Claro que mezclarse anónima, y por tanto libre, descodificadamente y sin compromiso con las mareas incesantes de turistas y viajeros que ocupan ocasionalmente alojamiento en Barcelona puede ser otro beneficio inesperado de quedarse solo en la ciudad.