Son muchos y persuasivos los reclamos capaces de guiar nuestros pasos hacia el espléndido edificio neoclásico de aspecto corintio que sirve de sede a la Alte Nationalgalerie de Berlín (http://www.smb.museum/smb/sammlungen/details.php?lang=en&objID=17&n=1&r=2). Entre otros, su propia fachada de arenisca roja, levantada entre 1866 y 1876 según el diseño, inspirado por Schinkel, de los arquitectos Fiedrich August Stüler y Johann Heinrich Strack, que tuvo que ser reconstruida, como el resto del edificio, tras los destrozos causados por las bombas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, la presencia destacada en sus salas de Molino de Couleuvre en Pontoise, primera obra de Cezanne que fue expuesta en un museo, algunos espléndidos lienzos de Manet y Degas, su estupenda colección de esculturas y, tal vez muy especialmente, su selección de pintura romántica, donde brillan con luz propia, diríase que oscura y dorada, tumultuosa y calma, los diecisiete cuadros de Caspar David Friedrich (1744-1840), uno de los indiscutibles pintores de culto de los últimos doscientos años, que allí se hallan expuestos.
Refiriéndose a la pintura romántica, David D´Angers acuñó el término La tragedia del paisaje. Probablemente Friedrich sea de todos los pintores de su época aquel que mejor ilustra toda la extensión y profundidad de este concepto. Para entender esta tragedia hemos de recordar que el artista romántico se ve perennemente atormentado por la conciencia de la escisión, que caracterizará como pocas otras cosas la modernidad. Una conciencia a la que su concepción del paisaje no será en absoluto ajena, expresando con desgarro e imposible sentimiento melancólico una nostalgia fuera de toda medida por esa plenitud que, ya perdida irremisiblemente, se sentía había sido alguna vez un elemento constitutivo de la condición humana. Puesto que hombre y naturaleza se percibían escindidos, solo quedaba la nostalgia por esa Edad de Oro ideal anterior a la separación, nostalgia que se expresaba mediante la busqueda poética de una Naturaleza ideal, donde la razón y la libertad humana no estaban todavía enfrentadas, a cuya representación la pintura paisajística en gran medida aspiraba.
Pese a los estremecedores e insoslayables precedentes establecidos en siglos anteriores por pintores como Giorgone, El Greco, Claude Lorrain o Nicolas Poussin, es dable argüir que en rigor no es hasta el movimiento romántico que la pintura consigue representar un paisaje absolutamente autónomo, donde el protagonismo humano es virtualmente inexistente. En esta Naturaleza reside una dualidad esencialmente trágica, pues por un lado es la fuente de la que mana todo el impulso creativo humano y por otro un abismo insondable y terrorífico que lo condena a la destrucción de manera inapelable, lo que resulta en la estremecedora mezcla de gozo y melancolía, de dulzura y de miedo, de exaltación y pavor, que caracteriza, por ejemplo, los inolvidables cuadros de Friedrich, escenario privilegiado y tenso del gran drama romántico jánico que tiene como protagonista a la Belleza y a la Destrucción. Un drama en el que la Naturaleza, de ahí la tragedia del paisaje, no ofrece calor, refugio o consuelo, sino que fascina, pasma y sucita un temor reverencial de carácter numinoso.
Palabras que en el fondo hacen pobre justicia al hondo vértigo que nos provocan los inolvidables cuadros de Friedrich, que siempre parecen convocarnos desde ese otro lado de las cosas tan familiar y a la vez tan ajeno. Asómese a su abismo indecible cuando alquile apartamentos en Berlín