Gustav Mahler (1860-1911) es uno de esos artistas que, como Nietzsche, vivieron con el convencimiento de ser póstumos. Pese a lo variado de sus cambiantes estados de ánimo que iban de lo pueril a lo desesperante pasando por lo despótico y lo arrebatado, cualidades que se reflejan en su música en pasajes de un dinamismo y vitalidad arrolladores que parecen anunciar el triunfo de la sobreabundancia de la vida en erupciones volcánicas de un cromatismo embriagador y exultante que resulta inolvidable, han querido los dioses que de alguna manera en el imaginario colectivo su obra haya quedado asociada a la muerte más que la de ningún otro de sus contemporáneos.
Naturalmente en parte la culpa la tiene la sublime explotación que hizo Luchino Visconti tanto de su figura como del conmovedor y abismal Adagietto de su Quinta Sinfonía en La Muerte en Venecia (1971). Pero resulta argumentable que en parte el propio Mahler es directamente responsable de tal asociación habida cuenta del insuperable dolor y belleza que expresan su composiciones en torno a la muerte, tanto en sus lieder de inspiración más romántica como en el estremecedor y escalofriante ciclo de las Canciones a los niños muertos, que ejercen en el oyente desde algo que se percibe como otro mundo un extraño poder de reclamo.
Es la misma cualidad de naturaleza gnóstica enamorada de la deslumbrante luz oscura de la noche eterna que resuena a lo largo y en la médula del Tristán e Isolda wagneriano–una inspiración constante en su obra cuyo cromatismo llegó a superar mediante el uso de armonías disonantes hasta entonces inusitadas —, ópera que dirigió memorablemente en Viena en 1906 en un concierto al que asistieron tanto Adrian Leverkühn. el protagonista de la novela de Thomas Mann (precisamente Thomas Mann, el autor de La Muerte en Venecia) Doctor Faustus, que trata la historia de un compositor confabulado con el diablo, y Adolf Hitler, es decir, tal vez el diablo mismo, entonces tan sólo un adolescente de 16 años que pidió dinero prestado a familiares para hacer el viaje.
Pero en la obra póstuma en vida de Mahler se refleja y anticipa tal vez otra muerte, la del Imperio Austro-Húngaro y con él toda esa civilización danubiana centroeuropea cuyo canto del cisne constituyó una de las mayores explosiones de inteligencia y sensibilidad de toda la Historia de Occidente. Su centro era entonces aún la lenta y contradictoria ciudad de Viena, que parecía constituir, como se observa en la literatura de la época, un absurdamente ensimismado mundo aparte donde, sin embargo, germinaban algunos de los movimientos estéticos, artísticos, literarios y científicos más decisivos de la modernidad. Era la Viena de Robert Musil, de la Sezession, de los Talleres Vieneses, de Wittgenstein, de Hofmannsthal del psicoanálisis…. Y era la Viena de Strauss y Mahler, suprema expresión musical de ese momento rutilante y ambiguo suspendido al borde de un abismo inminente e insalvable.
Paul Oilzum
Este año se cumplen cien años de la muerte de Mahler y parece que, como dándole la razón, su tiempo por fin ha llegado. Su música está más viva que nunca como prueba el hecho de que sea en la actualidad el músico más interpretado en los auditorios del mundo. Es un momento inmejorable para alquilar apartamentos en Viena la ciudad que conmemora el centenario de su muerte