En su extraño libro La imagen proclama, el escritor de Samoa Albert Hanover tiene un recuerdo emocionado, melancólico y abismal de los veranos de su adolescencia e infancia. Debido al carácter nómada e itinerante de su vida en aquellos años, propiciado por las extrañas y en más de una ocasión enigmáticas profesiones de sus padres, lo que más le gustaba a Albert Hanover era no salir de la ciudad en verano. Le encantaban las monstruosas transmutaciones que sufrían las calles, el pulso, la respiración y el ritmo entero de la aventura urbana en los meses estivales, especialmente en aquellas ciudades, como Madrid (que en agosto se convertía literalmente en una ciudad fantasma) donde vivió un par de años, en las cuales el calor se hacía particularmente insoportable.
Como además se sentía en su elemento en medio de las temperaturas más altas—al percibirse como una persona de naturaleza laxa y perezosa, sentía que el efecto devastador que el calor causaba a la mayoría del resto de las personas de alguna manera le igualaba con ellos e incluso le hacía a veces destacar con ventaja—los meses de verano le proporcionaban un placer inexpresable no carente de cierto erotismo perverso realzado por la sensación, como le confirmó algunos años más tarde el visionado de una película, y muchos después (¿pero cuántos años son muchos?) la lectura de una estadística, de que las cosas más extraordinarias son susceptibles de ocurrir cuando el calor es excesivamente elevado. Ya entonces Hanover sentía que quería vivir para la excepción, las quiebras y las fallas.
En esos veranos una de sus actividades favoritas era ir al cine por las tardes, esquivando escrupulosamente las películas de estreno, que se tenía estrictamente prohibidas durante lo más álgido de la canícula. Recorría entonces, a menudo solo desde los 11 o 12 años, las salas de sesión continua y cine-clubs que en esos tiempos aún proliferaban, buscando sesiones dobles de serie B, ciencia ficción, terror, comedia clásica, los hermanos Marx o Woody Allen. Pero sobre todo le gustaban las reposiciones, fenómeno cuya existencia comprobó en todas las ciudades donde pasó aquellos años. En una de ellas nos cuenta que escuchaba un programa de radio al filo de la medianoche al que llamaba gente para hablar de las películas que les habían impactado. A menudo estas personas no se acordaban del título ni del director, a veces ni siquiera de los actores, pero el presentador, una especie de estridente enciclopedia parlante, no tardaba en identificar el filme, a menudo muy antiguo (¿pero cuántos años hacen a un film antiguo?) y en algunas, contadísimas ocasiones, anunciaba con entusiasmo su reposición en los cines ese verano.
Si por cualquier razón las palabras proferidas sobre la película en cuestión le habían intrigado, el joven Hanover sentía aquello, en su casa no había ni vídeo, como un delicado e intenso milagro.
Ahora los cines Verdi (http://www.cines-verdi.com/barcelona/inicio/) recuperan esa sana costumbre de las reposiciones ofreciendo un seductor paquete de películas antiguas (de Chaplin a Bergman, pasando, entre otros por Lubitsch y Leone) durante todo el verano.
Paul Oilzum
Es una ocasión extraordinaria de poder ver, para muchos por primera vez, como le sucedía al propio Hanover, una serie de películas capitales de la historia del cine en pantalla grande. No renuncie a esta experiencia cuando alquile apartamentos en Barcelona