Probablemente debemos al poeta griego Hesíodo la más antigua expresión conservada—hacia el último cuarto del siglo VIII a. C.— de algunos de los mitos más persistentes y fértiles de la cultura occidental. En realidad, es probable que en eso precisamente estribe su colosal importancia, haber dado una estructura coherente a los mitos de la antigüedad griega que habrían de alimentar la cultura y la creatividad humana en Occidente durante más de veinticinco siglos.
Tal vez debido a su carácter recurrente en la historia de nuestra civilización, entre los mitos de Los trabajos y los días, que denotan el carácter esencialmente humano del poema, destaca en particular el de las edades del hombre, que establece la existencia de una edad de oro inicial regida por Crono y caracterizada por la felicidad y la abundancia. No es descartable que no haya habido un solo periodo histórico en el devenir de Occidente en el que no se haya tenido la sensación de vivir, en comparación con alguna edad dorada pasada, un periodo de decadencia, de falta de ideas, ambición y creatividad. En tiempos como los nuestros en los que parece cundir una sensación de crisis y de desánimo indicativa de un fin de ciclo, la tentación a refugiarse en la nostalgia de unos tiempos pasados donde la vida habría realmente sido digna de ese nombre tiende a hacerse aún mayor. El mismo fenómeno es observable en las diferentes edades de las personas, cuya querencia a considerar el tiempo de su propia juventud como una edad dorada irrepetible a menudo tiene lamentables consecuencias intelectuales y vitales.
Tomadas las precauciones conceptuales necesarias, la nostalgia, sin embargo, como el arte, nos salva del mundo y esa parece ser a lo largo de los tiempos una necesidad propia de nuestra especie, pues no es inusual que los humanos sientan con frecuencia este mundo como un lugar extraño y hostil al que en ocasiones cuesta sentir se pertenezca plenamente.
Ese es posiblemente el aspecto arquetípico triunfante del mito de la edad de oro, peligroso en su literalidad escapista, pero nutritivo simbólicamente en relación a la extraña melancolía que sentimos por otro mundo del que en algún momento fuimos expulsados. La verdadera vida está ausente, en palabras de Rimbaud, o bien ese sobrecogedor yo es otro que abrió para la literatura un mundo de posibilidades que todavía a penas hemos comenzado a explorar. El error es pensar, al margen de su expresión artística, que ese mundo perdido puede encontrarse en el retorno a algún momento de un tiempo tiránicamente lineal. Más bien es en el reino del presente perpetuo que habita dentro de uno mismo, vale decir tal vez el reino de las esencias del arte, donde se haya el acceso a esa realidad dorada que errónea, si bien seductoramente, tendemos a situar estáticamente en un pasado irreal.
Paul Oilzum
Estos son algunos de los motivos que resuenan, palpitantes y musicales, en el corazón de Midnight in Paris, la última película de Woody Allen, un filme que no sólo es una inmejorable invitación a alquilar apartamentos en París sino que parece dejar claro que en lo referente al director neoyorquino no tenemos ningún motivo para sentir nostalgia por mejores tiempos pasados. No será fácil ver un filme tan bello, rico, romántico, interesante, conmovedor y divertido en muchos años.