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Schopenhauer versus Hegel en la Universidad de Berlín

Cuando pensamos en Arthur Schopenhauer (1788-1860) lo primero que hacemos casi indefectiblemente es referirnos a su incomparable estilo. Una manera deliciosamente seductora de escribir y presentarnos sus ideas, tan interesadas en poner en contacto la filosofía occidental con algunas facetas importantes de la antigua sabiduría y pensamiento orientales, que ha subyugado desde su aparición a buena parte de los autores más selectos e importantes de los últimos dos siglos, incapaces de resistir el influjo de sus cantos de sirena. De Nietzsche—quién abandonó la filología por la filosofía bajo su hipnótica ascendencia—a Borges, pasando por Marcel Proust, los más destacados y delicados orfebres de la creación literaria del panteón masculino lo han tenido como un faro capaz de hacer las horas más leves y gozosas vertiendo cascadas de luz no usada en la larga y tenebrosa noche de la vida. No es extraño, dada su extremadamente ofensiva misoginia—que habría tal vez que entender bajo el prisma de su concepción del arte de insultar como último recurso cuando se advierte que el adversario es superior y no es posible llevar razón ni vencer con argumentos–que las mujeres hayan por lo general mantenido su entusiasmo por él en un plano más secreto y crítico.

schopenhauer versus hegel

Sin embargo, el propio Schopenhauer se encargó de recordarnos en más de una ocasión que tener algo que decir era no sólo la primera regla del buen estilo sino acaso la única necesaria, pese a que todos los ensayistas de Alemania, particularmente los filósofos, se distinguieran por transgredirla desde los tiempos de Fichte, cultivando lo que ingeniosamente llamaba el método homeopático: “una mínima y debilitada porción de pensamiento en cincuenta páginas de verborrea, y luego, con una confianza ilimitada en la proverbial paciencia del lector, se prosigue imperturbable la narración de chismes página tras página. La mente condenada a leer esto…languidece y espera la aparición de una idea cualquiera, como el viajero del desierto arábigo añora el agua…hasta que al final muere de sed”.

Esta misma frase podría servir de ilustración de su firme creencia, sólo en apariencia contradictoria con lo anterior, de que quien escribe de forma descuidada no le atribuye demasiado valor a sus propios pensamientos y que los escritores mediocres no pueden atreverse a escribir como piensan “pues adivinan que si lo hicieran el asunto tratado podría adquirir un cariz demasiado simple”.

El estilo ha de ser pues sinónimo de claras profundidades que estremecen. En Schopenhauer, como en todos los verdaderos artistas, nunca hay conflicto entre forma y fondo.  No en vano uno de los pilares de su filosofía fue la estética. Schopenhauer tenía muchas cosas que decir y las dijo porque encontró el lenguaje apropiado para hacerlo, mientras que todo el hegelianismo no podía sino presentarse “con el más repulsivo ropaje del galimatías” porque carecía de sentido común, claridad e inteligencia.

Tanta insolente, solar y bien fundada confianza tenía en las virtudes de su estilo, inseparable como hemos visto de su brillante pensamiento, que siendo profesor en la Universidad de Berlín http://www.hu-berlin.de/ hizo coincidir el horario de sus clases con las del todopoderoso Hegel, obteniendo uno de los más bellos fracasos de público de todos los tiempos.

 

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