Una de las ventajas más singulares que tiene el viajero que alquila apartamentos en Roma es que ésta, al igual que el París de Hemingway, da la impresión de nunca acabarse. Son tantos los pliegues temporales y estilos por los que ha pasado y de todos ellos han quedado tal cantidad y calidad de restos arqueológicos, arquitectónicos y artísticos que no sólo es posible dedicar enteramente cada viaje a explorar en exclusividad uno de ellos sin agotarlo y cesar de maravillarnos, sino incluso un aspecto parcial del mismo con idénticos resultados.
Podemos por ejemplo simplemente rastrear, felices, edificios de un ejemplar más de artista marginal y maldito cuya vida según parece terminó clásicamente en melancólico suicidio. Nos referimos a Francesco Borromini (1599-1667), quien en una época como el Barroco definida por la metáfora del Teatro del Mundo, fue probablemente el más radicalmente teatral de todos los arquitectos.
Conviene, eso sí, al emprender esta ruta, no olvidar ponerse los zapatos de baile pues, así como para Walter Pater todo arte aspira constantemente a la condición de música, todos los edificios de Borromini parecen aspirar constantemente a la condición de danza.
Danza que a veces se diría más propia de derviches extáticos por los versos de Rumi que de salones de baile romanos. Tal es el caso de la alucinante San Carlino alle Quattro Fontane (Vía del Quirinale 23), el movimiento elipsoide de cuya planta nos lleva a un estado alterado de conciencia en donde el inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos capaz, según deseo de Rimbaud, de convertir al poeta en vidente se alcanza mediante unos pasos de ilusionismo arquitectónico donde lo imaginario desplaza lo material tangible con desconcertante gracia a través de un conjunto complejo de espacios coronados por la llamada al vértigo de la exquisita cúpula oval que parece estar flotando en el aire.
Según confesión propia, es éste el edificio que más llenaba de orgullo a Borromini (no en vano es aquí donde reposan sus restos) y muy posiblemente sea también, pese a ser una obra de juventud, uno de los que mejor condensa las esencias y rasgos característicos de su arte, como ese juego de formas ondulantes cóncavas y convexas que convierten sus fachadas en algo tan deslumbrantemente dinámico y que volvemos a encontrar, por ejemplo, en la cúpula y el campanario de Sant´ Andrea delle Fratte (Via S. Andrea delle Fratte 1) o en Sant´ Ivo alla Sapienza (Corso Rinascimento 40), la iglesia de la universidad, cuya cúpula, coronada por una linterna en espiral, se alza en un edificio construido justo detrás describiendo una curva en dirección opuesta a la fachada.
A dos pasos de S.Ivo, en plena plaza Navona, se encuentra Sant´ Agnese in Agone, probablemente el edificio más conocido de Borromini, de cuya fachada se dice que es tan curva que parece haber sido modelada con barro, rico en sorprendentes efectos producto del juego libre con lo órdenes clásicos y la diferente forma (cuadrada y redonda) según los pisos de las dos torres que lo flanquean.
Lo dicho, si se acerca a la Roma de Borromini, no olvide llevar los zapatos de baile.
Paul Oilzum