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Tras los pasos de los poetas románticos en Roma

Para entender qué hacían tantos poetas, escritores, artistas y gente bien a finales del siglo XVIII en Roma, hay que estudiar, en primer lugar, lo que suponía la costumbre especialmente británica, pero también, alemana y francesa, conocida con el nombre de Grand Tour. En esencia, aquello era entre un viaje de fin de carrera y un recorrido iniciático. Se suponía que todo el que quisiera ser un caballero (también había damas curiosas) tenía que realizar un largo periplo por la Europa meridional.

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El destino final era Italia, pero algunos se atrevieron por tierras griegas, españolas e, incluso, el poeta francés Chateaubriand llegó hasta Jerusalén. Se pretendía que estos jóvenes viajeros completaran su formación académica con la visita in situ de los restos del Imperio Romano y de las grandes obras de arte del Renacimiento, a la par que se les ponía a prueba durante el trayecto para que fueran afianzando tanto el carácter como el espíritu. El viaje era largo (dependiendo de la familia del debutante, entre tres meses y dos años), duro (se hacía a caballo o en carroza) e incómodo (no había las infraestructuras básicas que hoy conocemos), pero, sin duda, apasionante. Acompañados de un perceptor-carabina, estos jóvenes se adentraban en Europa provistos de cartas de recomendación para la nobleza local, quienes gustosamente acogían a estos aprendices de caballeros y/o damas en sus, a veces, destartalados palacios. Como resultado de esos viajes se escribieron libros de todo tipo.

De entre todas estas obras, destaca, por la influencia que ejerció, El viaje sentimental de Laurence Sterne, publicada entre 1765 y 1768. El libro fue guía y cabecera para otros poetas como Mary y Percy Shelley con su Historia de una excursión de seis semanas de 1817, inaugurando el estilo subjetivo, impresionista y anímico tan del gusto del romanticismo. Pero si hay un título citado como referente del Grand Tour, es sin duda el Viaje a Italia de Goethe, publicado en 1786. La experiencia fue, además, tan decisiva para el alemán que le hizo revisar sus obras señeras (Fausto incluido),  encaminándole hacia el clasicismo sereno por el que ha alcanzado las cumbres de la literatura universal. Goethe se quedó prendado de las manifestaciones artísticas paganas, de la fuerza de los desnudos de las esculturas clásicas, del encanto que emanaban las ruinas del Foro y de todo aquello que le recordara la civilización perdida de una Roma que se despertaba llenando sus calles de edificios barrocos. Aún hoy hay quienes visitan la Ciudad Eterna con las Elegías romanas de Goethe bajo el brazo.

Los ingleses Keats, Ruskin, Byron y el francés Stendhal (cuyo desmayo a la salida de la Galería de los Uffizi, en Florencia, ha dado nombre a un síndrome, el de Stendhal) visitaron Roma en busca de las huellas del pasado. Solían parar por los alrededores de la actual Plaza de España repleta de alojamientos especialmente concebidos para estos ilustres visitantes. Actualmente, muy cerca de la Vía Condotti, la calle con más tiendas de lujo de la ciudad, se localiza la Casa-Museo de Keats y Shelley con una suntuosa biblioteca de libros decimonónicos.

 

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