Rindiendo tributo a Vitrubio, decía Andrea Palladio en sus Cuatro libros de arquitectura (1570) que los romanos no habían sido superados en las construcciones posteriores a ellos. Cuatro siglos y medio más tarde, todavía hay con probabilidad autores dispuestos a afirmar lo mismo. Sea como fuere—nuestra intención no es perpetuar el absurdo de tratar los mundos del arte y la creación humana como materia de ranking, sea éste canónico o de listas de éxitos comerciales—parece indudable que Roma goza de más que suficientes credenciales para aspirar con todo derecho a la posición de ciudad por excelencia para los amantes de la arquitectura, condición que ha sido mostrada de manera tan convincente como admirable en películas como El vientre del arquitecto (Peter Greenaway, 1987).
Para bien o para mal, los occidentales seguimos llevando en la piel y en el alma una invencible nostalgia de Roma y eso se refleja también, muy singularmente, en los espacios creados por la arquitectura. Por otra parte, no resulta difícil convenir con Gombrich en que las ruinas de sus edificios son tal vez las máximas responsables de que nos haya sido imposible olvidar, por usar las célebres palabras de Poe, “la grandeza que fue Roma”.
Pues es cierto que basta echar un vistazo a cualquiera de nuestras ciudades para ver ejemplos de la persistente influencia que ha tenido a lo largo del tiempo la combinación de estructuras propias de la ingeniería civil romana con los órdenes o formas griegos que caracterizó la arquitectura de la época del Imperio.
Pese a la acusación de falta de originalidad con respecto al mundo griego, la arquitectura romana es responsable, sin embargo, de la invención de un elemento novedoso, el arco, que se convertiría en absolutamente básico desde entonces, permitiendo proezas constructivas hasta ese momento jamás imaginadas.
No es por tanto extraño que entre las creaciones arquitectónicas romanas que han causado una impresión más duradera se encuentren los arcos de triunfo, cuya composición, como se ha señalado en alguna ocasión con acierto, cumple una función no muy distinta a la de los acordes en música.
Tal vez por eso, fueron precisamente los arcos de triunfo un modelo repetidamente empleado del Renacimiento en adelante para el diseño de las fachadas de iglesias y catedrales.
No es quizás demasiado sorprendente que los mejores ejemplos de arcos de triunfo conservados se encuentren en Roma, concretamente en el área comprendida entre el Foro y el Coliseo. Se trata del arco de Tito (año 81), el de Septimio Severo (203) y el de Constantino (315). Como era habitual, fueron construidos para celebrar victorias romanas en grandes batallas—técnicamente se consideraba un triunfo cuando el ejercito romano mataba a más de 5000 soldados. Al margen de su valor arquitectónico, los arcos tenían también una cualidad que podríamos llamar cinematográfica, pues estaban decorados por relieves que representaban propagandísticamente los episodios claves de la campaña. En este sentido, constituyen auténticos noticiarios documentales visuales de la época que siguen impresionándonos.
Paul Oilzum
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