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San Valentín en Roma

Desde la publicación de la éxitosa novela Ho voglia di te (Tengo ganas de ti) de Federico Moccia en 2006, y pese a que a causa de ello cedieran los pilares del histórico puente Milvio—que tras resistir el paso de casi 2000 años de historia no pudieron soportar el peso de tantas cursilería y subliteratura—existe la nueva costumbre romana, que se ha extendido rápidamente por otras ciudades del mundo, como si no estuviera ya suficientemente claro que el mal gusto no conoce fronteras, de que en el día de San Valentín (14 de febrero) los enamorados coloquen candados con sus iniciales en las farolas de los puentes y arrojen después mirándose a los ojos las llaves a las, uno desea pensar, turbulentas aguas del río.

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Ni siquiera el pobre puente Milvio, lugar donde se originó el fenómeno, se ha salvado con su desplome del espantoso ridículo, sino que incluso ha tenido que sufrir una ofensa ulterior que atenta incluso—parece mentira que esto pueda pasar precisamente en Italia, de todos los lugares del mundo—contra su armónica estética, pues el alcalde de Roma mandó colocar unas columnas de acero para que los lectores de Moccia puedan continuar  sin problemas con su particular rito. Sic transit gloria mundi Produce pasmo y espanto de cualquiera de las maneras que precisamente la generación Facebook permanezca ajena a las razones para realizar este acto estrictamente en el ciberespacio.

Pese a todo, Roma sigue siendo una ciudad dilecta para pasar el día de los enamorados. No en vano es amoR lo que obtenemos si leemos su nombre en un espejo, lo que desde siempre ha sustentado la teoría de que ese es su nombre secreto, ese nombre secreto que según una antiquísima tradición estaba prohibido revelar bajo pena de muerte, siendo así según nos cuenta Servio como en el año 82 a. C.  perdió la vida crucificado el poeta y tribuno de la plebe Valerio Sorano, que tuvo la audacia inaudita de revelarlo en público propiciando así una serie de catástrofes por razones obvias indecibles. Aunque lo que está fuera de duda es que, como ocurrre en el amor, quienquiera que conozca el nombre secreto de la ciudad la poseerá por completo, la cuestión de cuál éste sea permanece, como es comprensible, envuelta en la polémica. Así, apoyándose en la autoridad de Solino, el profesor Ballester sugiere que el nombre bien pudiera ser Valentia— es decir, Valencia—punto sobre el cual Albert Hanover se muestra sin embargo en ruidoso desacuerdo (conocida es la historia del lo cerca que estuvieron de batirse ambos por este motivo, al menos oficialmente.) Curiosa y sugestivamente, el hecho de que San Valentín–santo patrón de los enamorados que habría mediado a favor del matrimonio en una época en la que el emperador Claudio III pensaba que los jóvenes solteros resultaban mejores soldados—fuera según la Leyenda Áurea un mártir romano del siglo III ejecutado el día 14 de febrero, el mes en que se aparean los pájaros en las tradiciones nórdicas y celtas, pone en sobrecogedora conexión ambos términos.