Las ventajas de viajar solo comienzan en la propia decisión del itinerario del viaje. Es verdad que es bien posible que en realidad uno jamás decida nada de nada, del mismo modo que también resulta arduo determinar cuándo empieza y cuándo termina realmente toda travesía, pero de ilusión también vive el hombre y cuando viajamos sin compañía se acrecienta la de no estar forzados a pactar con nadie ni destino ni ruta.
No sólo experimentamos cuando viajamos solos que ambos nos pertenecen por completo y en exclusiva, sino también el contenido y la forma de nuestro equipaje, materia de eternas disputas no siempre bien resueltas que pueden imperceptiblemente sembrar la primera semilla de futuras discordias que estallarán de repente como una bomba de relojería en algún momento del viaje después de haber estado anidando en un lugar invisible pero demasiado sensible de nuestra maleta.
No solo destino, ruta y equipaje, también al viajar sólo tenemos la sensación de que nuestros propios recuerdos nos pertenecen. Pues pocas cosas pueden resultar más frustrantes que, al rememorar alguna anécdota del pasado viajero con nuestro acompañante, encontremos que ellos la recuerdan de manera bien distinta. Es evidente que al menos uno de los que recuerdan tiene que estar equivocado, pero a menudo nuestro convencimiento de que la otra persona es la errada es tan fuerte que podemos llegar a perderle el respeto. Cuando uno viaja solo recuerda lo que le da la gana, cuando le da la gana (porque viajar en compañía también muchas veces nos fuerza a recordar cosas que no deseamos revivir en momentos además conspicuamente intempestivos) y puede olvidar si así se siente inclinado que la memoria no es más que una parte particularmente activa de nuestra imaginación, precisamente porque nadie le impide imaginar en absoluto.
Y como el itinerario y la ruta son nuestros podemos además cambiarlos según nuestros impulsos y los estímulos que vamos recibiendo de fuera, que no necesitan ser reevaluados ni consensuados con los de ninguna otra persona y pueden entregarse al azar o al destino sin ofrecer resistencia.
Esto último se aplica a cada pequeño detalle, al más mínimo incidente o gesto, especialmente en lo relativo a conocer la atrayente y turbadora por partes iguales gentileza de los extraños, a establecer contacto con personas nuevas y entregarse a la ilusión de que cambiarán tal vez nuestras vidas. Pues tal vez la más fascinante de esas personas nuevas, de esos desconocidos que de repente se convierten en parte esencial de nuestra vida, es uno mismo desplegado en la pluralidad de seres que a todos nos habitan, esa confederación de identidades de la que hablaba Tabucchi refiriéndose veladamente al lisbones Pessoa y su cultivo del heterónimo hasta un punto al que nadie jamás tal vez ha llegado.
Paul Oilzum
Un punto que acaso sólo pueda alcanzarse ocupando apartamentos en Lisboa ciudad serpiente por excelencia en donde viajar solo es conocerse a sí mismo y a través de uno mismo la pluralidad del mundo, siempre igual y siempre diferente como el mar al que mira con incomparable belleza y melancolía.