De todas las bebidas del mundo, probablemente no exista ninguna cuya leyenda sea tan admirable y sobrecogedora como la absenta, llamada tradicionalmente el hada verde en referencia tanto a su color esmeralda cuando alcanza la destilación ideal—en ningún caso menos de setenta grados—como al mundo mágico al que da acceso, un estado alterado de conciencia tan fértil, activo y potencialmente aterrador que puede indistintamente conducirnos al cielo o al infierno.
De ahí que para el segundo romanticismo identificado con el malditismo, el modernismo y el movimiento simbolista se convirtiera en la bebida por excelencia, hecho del que dan amplio testimonio tanto la literatura como la pintura del último tercio del siglo XIX y los primeros años del siglo XX—de de Rimbaud y Verlaine a Oscar Wilde, de Van Gogh a Picasso—antes de que se prohibiera en 1915 en nombre de la salud pública para salvar a los ciudadanos de las peligrosas y aberrantes alucinaciones que al parecer sólo ella era capaz de provocar, algo por lo visto sensiblemente más importante que protegerlos de las peligrosas y aberrantes realidades que esas mismas autoridades prohibicionistas no tenían reparo en alimentar a través de una guerra de un poder destructivo sin precedentes hasta esa fecha y cuyo devastador impacto sigue resultando escalofriante más allá de las palabras.
Tampoco han alcanzado nunca las palabras para definir adecuadamente la experiencia de la ingesta de absenta pese a haber sido descritos en innumerables ocasiones todos los pormenores de su ceremonia, también representados inolvidablemente en la pintura y en el cine. Debido a su elevadísimo contenido etílico, se ha de colocar una cucharilla de café sobre un vaso en cuyo fondo se encuentra el licor de hierbas. En ella se coloca un terrón de azúcar sobre el que se va vertiendo agua fría que va cayendo junto al azúcar lentamente a lo profundo del vaso para unirse allí con la absenta hasta lograr la mezcla deseada, que presenta invariablemente un aspecto blanco irisado semejante al ópalo que se daba en llamar “louche” (turbio), un término de sensibles resonancias alquímicas tal y como corresponde a la época y a la transmutación de la materia que por acción de la bebida acontece.
Hasta su prohibición, a día de hoy todavía no puede venderse en Francia pese a que se permite su exportación, París, en su doble condición de capital indiscutible del arte y la cultura y meca de la bohemia, fue la ciudad más plenamente identificada con la absenta, algo de lo que parecen dar testimonio tanto las bocas de metro de Hector Guimard como el hecho de que allí se consumió en 1910 la mayor parte de los más de 36 millones de litros del aguardiente que se tomaron ese año en Francia según las estadísticas.